jueves, 22 de mayo de 2014

Después de escribir

Tomar primero el cursor
detenerlo en las palabras que sobren, que molesten.
Teñirlas de color, cambiarlas de lugar, reemplazarlas.
O, directamente,
suprimirlas sin piedad.
Eso. 
Asesinar hasta que al texto le duelan la ausencia y los cambios.

O dejarlo así, y que sea lo que tenga que ser de los excesos.




martes, 22 de abril de 2014

Sobre las dificultades de morirse

Un lobo marino quiere llegar a la playa. 
Pero elige mal la fecha y es semana santa. No puede, no logra encontrar un lugar solitario en la playa, en su playa.
Sale con dificultad. Parece un lobo joven y sin embargo, viene a morir. No hay dudas.

Perros y personas con cámaras y celulares se agolpan en la orilla cada vez que el animal se asoma entre las olas que rompen, chiquitas, sobre la costa.
El lobo finalmente sale, los dueños gritan, los perros corren. Son perros con nombres pretenciosos que suenan en una playa del sur de Villa Gesell. 

Dicen que los lobos marinos se alejan de su manada y van a morir solos a la playa. Como los elefantes, como los pastores alemanes cuando pueden. 

¡Alanis!, ¡Roberta!, ¡Genoveva!, ¡Fiona!, ¡Salomón!
El lobo se vuelve sumergir, con dificultad. 
Alanis es, de los perros, el único que no claudica, lo huele, lo sigue, lo intuye por la orilla al lobo invisible en el mar.
La dueña de Alanis corre y grita. Pero él no para. No va a parar.
Roberta, Genoveva, Salomón y Fiona se cansan, y corretean en círculos cerca de los médanos.

EL lobo no se ve. 
Alanis sin embargo sigue corriendo, pero de repente frena en seco. El lobo está allí. Saca su cuerpo. Dos o tres pescadores se agolpan en torno a él. 
Alanis lo huele. El lobo vuelve al mar. 
No puede morir. No tiene lugar.








miércoles, 16 de abril de 2014

Volar en canario

“Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados.”
Gabriel García Márquez


Mis abuelos vivían en un cuarto piso. Había un balcón lleno de malvones  que daba a la Av. Belgrano. Mi abuela y yo nos parábamos allí a mirar los autos de colores. A mí me gustaban los rojos.
En una especie de hall distribuidor había un piano de pared. Había también un tocadiscos y mi abuela escuchaba las canciones de la resistencia española, Serrat y Julio Iglesias. Así de versátiles y españoles sus discos. Aunque también había uno de ABBA que a mí me encantaba. Tejía mucho y muy bien, especialmente crochet, y cuando me enseñó a tejer, me hacía destejer cada vez que me equivocaba.

Pero lo mejor para mí era el cuarto que, según decían, había sido de mi papá. La biblioteca era la colección Robin Hood casi completa, superpoblada por Salgari, London,  Twain,  Brontë, entre otros tantos, y Mujercitas, Los muchachos de Jo, Papaíto piernas largas, los libros de mí tía. Había también un juego de madera para aprender la hora que se llamaba: ¿Abuelita, qué hora es?, que yo armaba y desarmaba sin parar.

A la siesta nos tirábamos en la cama, y mientras ella tejía me contaba historias de Corrientes y del Chaco. Y de sus hermanos, que eran muchos.
En esa época yo vivía en la calle Ayacucho. En la esquina con Sarmiento había un bar donde con mi papá íbamos a veces a desayunar. Servían galletitas Bay Biscuit, que me encantaban. A veces venía también un primo mío, más chico, que sembró en mí varias preguntas sobre hijos y hermanos. Cuando le pregunté a mi mamá cómo nacían los chicos, ella me explicó. Si un hombre y una mujer se quieren mucho, si se aman, entonces se casan o se van a vivir juntos y deciden tener hijos. Se ve que me contó lo que yo necesitaba saber, porque no pregunté más.
A veces luego de esos desayunos nos íbamos de visita a la tienda de mis abuelos.

Mi abuela cocinaba el cuscús más rico que probé en mi vida. Trabajaba en su negocio, y en los últimos años se jactaba de haber pasado más de cuarenta años sentada en la misma banqueta atrás del mostrador. Ir a su tienda era una aventura aparte. Los espejos biselados, las perchas de madera laqueada, el fondo con el sastre, los mostradores de madera, la calle Carlos Pellegrini, los árboles de los que caía algodón.

Pero lo mejor, lo mejor  en la casa de mi abuela, era la cocina. El sol, los tazones enormes de café con leche, las tostadas caseras guardadas en la lata, dentro de una bolsita de plástico.
Mientras mi abuelo vivió, tuvo un canario naranja, o tal vez amarillo, con su concerniente jaula de pie. Un Roller auténtico. Mi abuelo lo dejaba suelto muchas veces y el canario no se escapaba.
La vista era extraña, daba a la calle Catamarca y se veían unas terrazas grises con ropa colgada al hollín. Por la ventana de esa cocina entraba ese sol que te aliviaba las penas. Y en esa mesa chupe mi primer mate.
Mi abuelo solía desayunar en un tazón de loza bien grande, de esos que parecen tener tablas, como las polleras, en donde mojaba las tostadas Canale, que eran duras y hacían miguitas. Él nunca tomaba mate.
En general había dulce de zapallo casero y el frasco, enorme, siempre estaba sobre la mesa. Eran lindos los reflejos naranjas en el mantel de hule.

Mi abuelo murió el mismo día que una jirafa del zoológico, que se llamaba Rosita, y que, según recuerdo, fue la primera nacida en cautiverio. Yo adoraba a mi abuelo. Era el año 1975, y yo tenía 6 años recién cumplidos.

La semana pasada tuve que hacer unos trámites. Para estacionar di varias vueltas, porque encontrar lugar, se sabe, es un infierno. Finalmente y con calzador encontré un sitio casi en la esquina de 3 de Febrero y Juramento.
Me llamó la atención un negocio, como una veterinaria que no lo era. Cuando me bajé del auto, no pude evitar entrar. Se trataba de la Asociación Roller Argentina  y ni bien entré, millones  de canarios amarillos, naranjas, blancos y  rojos cantaban juntos y a destiempo. No había ninguno suelto.
Un cartel atrás del señor con pelo muy blanco que atendía me llamó la atención:

El canario tiene que ser alegre y vivaz, si durante el día duerme o esta englobado obsérvelo y hágalo ver por un profesional o quien esté práctico con el manejo de canarios

Me fui corriendo a seguir con mis trámites, pero cuando regresé a buscar el auto, no pude evitar volver a entrar.
El señor me preguntó si me había decidido por alguno. No, dije, mi abuelo tenía, por eso entré a mirar.
Recorrí las jaulas. No cantaban, salvo unos píos aislados. Pero cuando estaba saliendo del local uno bien
amarillo me miró fijo.

Al subirme al auto, la cocina de Belgrano y Catamarca volvió de repente y sin filtros. El canario en la jaula, el canario suelto, volando. Los cuentos, los libros que leí sobre esa mesa. El sol por la ventana. Y una tarde de julio de 1975, al otro día de la muerte de mi abuelo.
Mi abuelo Pancho, cuya cedula de identidad dice “Español nacido en Marruecos”.
Mi abuelo que era 14 años mayor que mi abuela.
Mi abuelo que usaba anteojos negros y tenía un escritorio de madera con 7 cajones.
Ese día, a upa de mi abuela, solas en la cocina ella y yo, hablamos.
Yo estaba tristísima e impresionada por la muerte, era la primera de tantas que no sabía que vendrían, y no entendía como era eso de que teniendo tanto dolor, de pronto me pudiera parecer deliciosa una galletita, o causar risa un dibujo animado en la tele. No entendía.
Ella estaba agotada, y esperaba a mi tía, que estaba de viaje y aún no sabía... ¿O sí?
El canario estaba en la jaula, callado y quieto.

Entonces dije: “qué difícil debe ser para vos la vida, todos los días sin el abuelo, que era el mejor.”
Ella me miró, se cebó un mate, y me contó:
“Si, seguramente lo voy a extrañar. Pero yo nunca estuve enamorada de tu abuelo, me obligaron a casarme con él. Yo estaba enamorada de otro, pero no pudo ser, como no pudo ser tampoco que tocara el piano. Cuando quise aprender piano, me compraron un violín… pero yo no quería tocar el violín. A tu abuelo lo respeté mucho, fue muy bueno conmigo, pero de amor, de amor no puedo hablar.”
La tarde se cerró de golpe, sin sol y sin cuento. Y el canario murió a los pocos días.

Muchos años después leí El amor en los tiempos del cólera, de García Márquez. Ni bien lo terminé, tuve la certeza. Era un libro para ella. Entonces se lo regalé, con una pequeña dedicatoria:
“Abuela este libro es para vos, para que te sientas menos sola. Y además, un libro es, para mí, el mejor regalo que uno puede hacer. Y  un fragmento: “Ambos estaban intimidados, sin entender qué hacían tan lejos de su juventud en la terraza ajedrezada de una casa de nadie todavía olorosa a flores de cementerio. Por primera vez estaban el uno frente al otro a tan corta distancia, y con bastante tiempo para verse con serenidad después de medio siglo…”
Te quiero mucho.”

Mi abuela disfrutó mucho el libro. Lo leía en el negocio, cuando había poca gente. Me hacía comentarios, parecía contenta con la lectura.
Pero cuando lo terminó, me llamó por teléfono y me dijo: “Querida, no todo es como en los libros. A veces no hay reencuentros posibles.”






miércoles, 2 de abril de 2014

Libro, un encuentro

Por Lygia Bojunga Nunes  (Traducción de Susana Allori)

El siguiente texto es la introducción de “Livro um encontro com Lygia Bojunga Nunes”. En este libro la autora reúne textos sobre su relación con la literatura y le ha servido para presentar los resultados de su quehacer literario -de forma dramatizada- en todo Brasil y ahora en la Argentina, en el marco de este Seminario.

Lo que es “LIBRO”

Mí vínculo con el libro fue siempre tan grande, que, ya hace tiempo, tengo ganas de contar lo que libro fue y viene siendo para mí.
Muchas veces, comencé a escribir sobre esto. Pero terminaba siempre parando y pensando que no era ni la hora ni el momento. en 1982, el iBBY (organización internacional del libro infantil y Juvenil) me pidió que escribiera un mensaje para el día internacional del libro infantil.
El mensaje que envié se basó en el deseo que tenia de hablar de mi vínculo con el libro.
El texto se llamó:

Libro: El trueque

Para mí, libro es vida, desde que era muy pequeña los libros me dieron casa y comida.
Fue así: yo jugaba a construir, el libro era ladrillo; de pie, hacía de pared; acostado, hacía de escalón de una escalera; inclinado, encajaba uno en otro y hacia el tejado.
Y cuando la casita estaba lista, yo me exprimía allá dentro para jugar a vivir en el libro. de casa en casa, fui descubriendo el mundo (de tanto mirar las paredes).
Primero mirando los dibujos después descifrando palabras.  Fui creciendo, derrumbé los techos con la cabeza. Pero fui tomando intimidad con las palabras. Y cuando más intimábamos, menos yo me acordaba de arreglar el techo o de construir nuevas casas. 
Todo por causa de una razón, el libro ahora alimentaba mi imaginación.

Todo el día mi imaginación comía, comía y comía; y la panza así de llena, me llevaba a habitar en el mundo entero: iglú, cabaña, palacio, rascacielos, era solo elegir y listo, el libro me daba.

Fue así que despacito, me habitué a ese trueque  tan agradable que - en mi modo de ver las cosas- es el trueque de la propia vida; cuanto más yo buscaba en el libro, él más me daba. Pero como la gente siempre tiene manía de querer más, un día pergeñé agrandar el trueque: comencé a  fabricar ladrillos para que – en algún lugar – una criatura junto a otras pudieran levantar una casa donde quisieran vivir.    

Ahí me di cuenta que, habiendo hablado una página enterita de mi vínculo con el libro, el deseo de hablar de este asunto podía ir a dormir tranquilo. Y se durmió. 
El año pasado, la editorial agir quiso promover una exposición mostrando las publicaciones brasileras y europeas de mis libros. en una de esas charlas sobre cómo y dónde llevar la exposición, alguien sugirió que yo fuese con ella, acompañando a mis personajes.
Para mi espanto, aquel deseo que estaba durmiendo se despertó de pronto y  en seguida dijo: está, yo voy! Y voy a hablar de nuevo de mi vínculo con el libro;  sólo que ahora, para mí, es  hora  de hablar más largo y más directo.
Más… ¿directo? con “directo” yo quería decir: cerquita, juntos. Era la primera vez que  tenía deseo de contar una historia “en vivo”.

Entonces ¿era una conferencia que yo iba a dar? Sin embargo, yo nunca había sentido la más leve inclinación de dar charlas, ¿qué historia era esa, ahora? Por qué el contar la historia de mi vínculo con el libro me estaba motivando tanto así, como para querer salir por ahí? dos motivos se me ocurrieron enseguida. Y sólo me di cuenta de un  tercero (¿tal vez incluso el más imperativo de ellos?) en la noche de la primera presentación del proyecto “LIBRO” . El primero fue el siguiente: como yo vivo muy encerrada (asfixiada, no; encerrada) sentí, de repente, una mezcla de necesidad y curiosidad de salir de la cáscara. Pero salir por un camino genuinamente mío, buscando otra vivencia para mi vocación básica, que es la ser una contadora de historias.

El segundo motivo fue  aquel conocido impulso que cada uno de nosotros tiene de vez en cuando: querer hacer un homenaje a un amigo, y querer entonces reunir unos amigos de ese amigo para aumentar el homenaje. el amigo, en este caso, era el libro. Y la voluntad que yo tenía era ir extendiendo ese homenaje de Brasil para afuera.

A partir del momento que yo empecé a trabajar esa idea, sólo me refería a ella como: el proyecto. Pero la gente tiene que acabar dando nombre a las cosas, y entonces el proyecto pasó a llamarse “LIBRO”. En la hora de anunciar la presentación de “LIBRO”, la pregunta embarazosa empezó de nuevo, y esa vez presionando una definición: ¿“LIBRO” era una conferencia? (¿con cara de historia?), ¿era una historia? (¿con cara de conferencia?) y sin saberme definir con precisión yo acabé saliendo por la tangente:   “LIBRO” es un encuentro conmigo.


Pero cuando yo presenté mi “encuentro” mucha gente dijo que “LIBRO” era teatro: era monólogo. Y fue recién ahí, que me di cuenta de mi tercer motivo: en el pasado, el teatro fue un componente fuerte en esa mezcla que me resultó – componente que dejé a un costado por no tener vocación para la vida teatral. La gente deja esas experiencias fuertes a un costado, pero quedan  marcadas en uno; y los fragmentos de ellas forman un nuevo diseño allá en el fondo de nuestro calidoscopio.  Un calidoscopio que el tiempo va girando. Sólo que en “nuestro” calidoscopio las imágenes giradas -aunque parezca que nunca van a volver- acaban apareciendo de nuevo, porque la gente no deja de ser cada diseño que creó. Sin embargo yo no estaba pensando en nada de eso cuando pedí reflector para mi presentación de “LIBRO”: yo “todavía” no sabía que, en el momento que el reflector se encendía, mi imagen del teatro aparecía otra vez…




Lygia Bojunga Nunes, "Libro, un encuentro", Seminario Placer de leer: Buenos Aires, 2008. 

domingo, 30 de marzo de 2014

Lo importante

En el camino a la casa, luego de hacer la compra para el almuerzo, aparece un sapo. Tal vez una rana. La caminata sigue, la casa quedaba lejos y en subida. El sol estaba alto. Debían ser las doce del mediodía. Los caminos entre las sierras son arduos y el calor los hace más difíciles aún. Los chicos se retrasaron en el juego con el sapo, o con la rana.
Las bolsas a los costados del cuerpo pesaban bastante. Yo no cargaba mucho peso pero era como si lo hiciese.
Los chicos y su energía aplastaban aún más la mía y la de los otros que mirábamos y andábamos el camino.

Al costado de la calle de tierra había unas casas de alquiler. Una de ellas tenía una pileta azul celeste cuya guarda hacía recordar las fuentes marroquíes. En la pileta el agua era transparente. Lo que no habían visto durante la estadía que alcanzaba ya diez días eran serpientes. Y eso que les habían dicho que había yararás andando por ahí y que saltaban a los tobillos inesperadamente.
Las bolsas con el Fernet y la coca cola pesaban mucho. Ambas botellas eran de vidrio y golpeaban marcando el paso. Hablamos sobre las botellas de coca cola de vidrio, hace años que no veíamos ese tipo de envase de gaseosas.

Hay cosas que tienen ritmo propio, otras que no. La comida familiar en la casa de veraneo, con el calor que corroe, los chicos que piden salir, pero no se puede hasta que baje el sol o hasta que el cansancio haga el permiso, parecen detener el tiempo, que igual sigue, como suele hacer el tiempo.
Entonces, el tiempo pasa, el permiso llega, los chicos salen.

Un hijo viene y dice que hay una serpiente comiéndose a un sapo. Todos lo miramos como diciéndole que no moleste. Pero él insiste mientras el calor hace que los fideos se peguen y se enfríen. El hijo sigue chillando: una serpiente comiéndose un sapo. La mesa quieta, hasta que me levanto, me lavo las manos, me pongo las ojotas y abro la puerta. Todos se asoman atrás mío.

Ahora son dos hijos, un marido y una amiga que dicen: Una serpiente comiéndose a un sapo.

La serpiente se arrastra en la hendija que hay entre la puerta y el patio.
El sapo tiene medio cuerpo adentro de la boca del animal que se arrastra y cuya piel no es diferente a la cartera de la amiga que llegó en el micro que suele pasar en dos horarios fijos por la entrada del pueblo, en la ruta.
El otro medio cuerpo está afuera de la bocaza de la serpiente y sangra.
Mi marido y yo nos miramos. Entramos a la casa, todos esperan algo.
La serpiente sigue devorando al sapo. Un hijo grita que hagamos algo. El sapo se contorsiona. La serpiente se ensancha. La pata del sapo se estira como desgarrada.

Mi marido empieza a mirar en derredor, tal vez busca algo que arrojarle a la serpiente. O tal vez sólo busque los cigarrillos. Es una costumbre asentada la de fumar después de comer. Y luego el Fernet con cola. Pero está el asunto del sapo, o de la serpiente. O de ambos.
Entonces su mirada se desvía y recorre la habitación que a la vez es cocina y comedor o al revés.
Él encuentra los cigarrillos y  también encuentra el coso ese cuyo nombre no puedo acordarme, ese elemento que se pone en la puerta para que no entre el frío, en el espacio que queda entre la puerta y el piso. Eso es lo que decide un buen objeto para espantar a la serpiente, que suelta al sapo inmediatamente después de recibir el impacto del burlete largo de tela relleno de arena.
El sapo se queda inmóvil en la canaleta que antes nombré como hendija entre la casa y el patio.

El sapo queda afuera, medio muerto, medio comido, destartalado. El Fernet a medio preparar. El hielo que se derrite y el marido que dice que el Fernet así no tiene sentido. La serpiente se empieza a ir, pero vuelve.

Se cierra la puerta y todos se van a la habitación de arriba, la de los chicos y la amiga. Salvo uno de los chicos que se queda en el patio desde donde la visual es mejor. Nadie lo nota. En la habitación el techo es de madera, y en él hacen nido, del lado de afuera, varias avispas. Hay un ventanal con tres cerrojos y un mosquitero medio roto, que un poco sirve pero otro poco no, ya que los bichos parecen ser hábiles a la hora de encontrar el intersticio para entrar. Se asomaron por allí a mirar: la yarará volvió al ataque. Todos miraron con horror. Salvo yo, que bajé a buscar el Fernet de mi marido y el mío propio, porque el calor los iba dejar intomables.

No volví a subir. Guarde los vasos en el congelador. Prefería mirar la escena desde abajo.

La serpiente se escurrió por la canaleta. Yo estaba por abrir la puerta, pero antes me volví para mirar si encontraba mi sombrero de paja ya que el calor de febrero en la sierra es agobiante. Como no lo encontré me volví hacia la puerta y estaba a punto de abrirla cuando todos escuchamos el grito.






domingo, 16 de marzo de 2014

Ezeiza I

Hoy es domingo, pero no llueve. 

Ayer fui a Ezeiza. En general me gustan los aeropuertos, estar allí, su olor, pero en Ezeiza cuando voy a buscar o a llevar a alguien, pasa otra cosa... No es como salir de viaje, no. Me convierto en espectadora de los vaivenes de otros.
Ezeiza de paso siempre me recuerda a un domingo viejo.

El café que pedí es caro pero huele delicioso.Yo no espero ni viajo. Sólo acompaño e imagino que estoy en tránsito. 

Y pienso en la enfermedad, cuando trae y deja ir. 
En las certezas de las últimas visitas. 
En la ilusión de los viajes.
Y en un texto viejo que vuelve a mi cabeza toda vez que tomo un café en Ezeiza. 


    Ezeiza en domingo

El  ritual de las despedidas. Los que esperan, los que llegan. Los que no ven a nadie, pero miran buscando.
Los que están apurados, sorteando el escollo de que nadie los este esperando, como si no les importara, (y tal vez no les importe). 
Los chicos que llegan solos ante la incomodidad de la azafata con el handy en la mano, buscando quien la libere...

Los carteles. 
Los abrazos. 
Los que esconden amor, los que lo muestran. 
Los amigos.
Los que tratan de esconder dolor, pero no pueden, porque el dolor se derrama entre el plástico de las valijas amorcilladas y el olor a avión.

Ezeiza, domingo, llueve.

(Buenos Aires,  2004)


miércoles, 5 de marzo de 2014

Y sin embargo

Llegar a Tigre se me hace largo.
La parte del auto es rápida, pero la lancha, la lancha son dos horas.
En el camino largo que baja y me pierde, cuento las veces.
¿Cuántas?  En cuarenta y tres años, casi cuarenta y cuatro.
Hago listas.

Desde que tenía un año y medio,
la misma casa, que no es la misma.
El mismo río, que tampoco.

La vida en el medio.
Uno que otro encuentro.
Algunas muertes. Varias ausencias.
Y muchos desencuentros.

Tigre es el verde cuando se moja,
el póster de “el tiempo es tuyo” con el campanario sin agujas.
Es el dormir profundo,
Un sabor, algunos olores.
Es la demora instalada en los muelles.

Es una caja enorme que se abre
y sobre todo, es una ventana. La mía.
Una ventana por la que miré tanto todo,
Y que ahora, ahora solo puedo sacarle una foto, desde afuera.

Un lugar que es mi lugar, y sin embargo no.