“Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados.”
Gabriel García Márquez
Mis abuelos vivían en un cuarto piso. Había un balcón lleno de malvones que daba a la Av. Belgrano. Mi abuela y yo nos parábamos allí a mirar los autos de colores. A mí me gustaban los rojos.
En una especie de hall distribuidor había un piano de pared. Había también un tocadiscos y mi abuela escuchaba las canciones de la resistencia española, Serrat y Julio Iglesias. Así de versátiles y españoles sus discos. Aunque también había uno de ABBA que a mí me encantaba. Tejía mucho y muy bien, especialmente crochet, y cuando me enseñó a tejer, me hacía destejer cada vez que me equivocaba.
Pero lo mejor para mí era el cuarto que, según decían, había sido de mi papá. La biblioteca era la colección Robin Hood casi completa, superpoblada por Salgari, London, Twain, Brontë, entre otros tantos, y Mujercitas, Los muchachos de Jo, Papaíto piernas largas, los libros de mí tía. Había también un juego de madera para aprender la hora que se llamaba: ¿Abuelita, qué hora es?, que yo armaba y desarmaba sin parar.
A la siesta nos tirábamos en la cama, y mientras ella tejía me contaba historias de Corrientes y del Chaco. Y de sus hermanos, que eran muchos.
En esa época yo vivía en la calle Ayacucho. En la esquina con Sarmiento había un bar donde con mi papá íbamos a veces a desayunar. Servían galletitas Bay Biscuit, que me encantaban. A veces venía también un primo mío, más chico, que sembró en mí varias preguntas sobre hijos y hermanos. Cuando le pregunté a mi mamá cómo nacían los chicos, ella me explicó. Si un hombre y una mujer se quieren mucho, si se aman, entonces se casan o se van a vivir juntos y deciden tener hijos. Se ve que me contó lo que yo necesitaba saber, porque no pregunté más.
A veces luego de esos desayunos nos íbamos de visita a la tienda de mis abuelos.
Mi abuela cocinaba el cuscús más rico que probé en mi vida. Trabajaba en su negocio, y en los últimos años se jactaba de haber pasado más de cuarenta años sentada en la misma banqueta atrás del mostrador. Ir a su tienda era una aventura aparte. Los espejos biselados, las perchas de madera laqueada, el fondo con el sastre, los mostradores de madera, la calle Carlos Pellegrini, los árboles de los que caía algodón.
Pero lo mejor, lo mejor en la casa de mi abuela, era la cocina. El sol, los tazones enormes de café con leche, las tostadas caseras guardadas en la lata, dentro de una bolsita de plástico.
Mientras mi abuelo vivió, tuvo un canario naranja, o tal vez amarillo, con su concerniente jaula de pie. Un Roller auténtico. Mi abuelo lo dejaba suelto muchas veces y el canario no se escapaba.
La vista era extraña, daba a la calle Catamarca y se veían unas terrazas grises con ropa colgada al hollín. Por la ventana de esa cocina entraba ese sol que te aliviaba las penas. Y en esa mesa chupe mi primer mate.
Mi abuelo solía desayunar en un tazón de loza bien grande, de esos que parecen tener tablas, como las polleras, en donde mojaba las tostadas Canale, que eran duras y hacían miguitas. Él nunca tomaba mate.
En general había dulce de zapallo casero y el frasco, enorme, siempre estaba sobre la mesa. Eran lindos los reflejos naranjas en el mantel de hule.
Mi abuelo murió el mismo día que una jirafa del zoológico, que se llamaba Rosita, y que, según recuerdo, fue la primera nacida en cautiverio. Yo adoraba a mi abuelo. Era el año 1975, y yo tenía 6 años recién cumplidos.
La semana pasada tuve que hacer unos trámites. Para estacionar di varias vueltas, porque encontrar lugar, se sabe, es un infierno. Finalmente y con calzador encontré un sitio casi en la esquina de 3 de Febrero y Juramento.
Me llamó la atención un negocio, como una veterinaria que no lo era. Cuando me bajé del auto, no pude evitar entrar. Se trataba de la Asociación Roller Argentina y ni bien entré, millones de canarios amarillos, naranjas, blancos y rojos cantaban juntos y a destiempo. No había ninguno suelto.
Un cartel atrás del señor con pelo muy blanco que atendía me llamó la atención:
El canario tiene que ser alegre y vivaz, si durante el día duerme o esta englobado obsérvelo y hágalo ver por un profesional o quien esté práctico con el manejo de canarios
Me fui corriendo a seguir con mis trámites, pero cuando regresé a buscar el auto, no pude evitar volver a entrar.
El señor me preguntó si me había decidido por alguno. No, dije, mi abuelo tenía, por eso entré a mirar.
Recorrí las jaulas. No cantaban, salvo unos píos aislados. Pero cuando estaba saliendo del local uno bien
amarillo me miró fijo.
Al subirme al auto, la cocina de Belgrano y Catamarca volvió de repente y sin filtros. El canario en la jaula, el canario suelto, volando. Los cuentos, los libros que leí sobre esa mesa. El sol por la ventana. Y una tarde de julio de 1975, al otro día de la muerte de mi abuelo.
Mi abuelo Pancho, cuya cedula de identidad dice “Español nacido en Marruecos”.
Mi abuelo que era 14 años mayor que mi abuela.
Mi abuelo que usaba anteojos negros y tenía un escritorio de madera con 7 cajones.
Ese día, a upa de mi abuela, solas en la cocina ella y yo, hablamos.
Yo estaba tristísima e impresionada por la muerte, era la primera de tantas que no sabía que vendrían, y no entendía como era eso de que teniendo tanto dolor, de pronto me pudiera parecer deliciosa una galletita, o causar risa un dibujo animado en la tele. No entendía.
Ella estaba agotada, y esperaba a mi tía, que estaba de viaje y aún no sabía... ¿O sí?
El canario estaba en la jaula, callado y quieto.
Entonces dije: “qué difícil debe ser para vos la vida, todos los días sin el abuelo, que era el mejor.”
Ella me miró, se cebó un mate, y me contó:
“Si, seguramente lo voy a extrañar. Pero yo nunca estuve enamorada de tu abuelo, me obligaron a casarme con él. Yo estaba enamorada de otro, pero no pudo ser, como no pudo ser tampoco que tocara el piano. Cuando quise aprender piano, me compraron un violín… pero yo no quería tocar el violín. A tu abuelo lo respeté mucho, fue muy bueno conmigo, pero de amor, de amor no puedo hablar.”
La tarde se cerró de golpe, sin sol y sin cuento. Y el canario murió a los pocos días.
Muchos años después leí El amor en los tiempos del cólera, de García Márquez. Ni bien lo terminé, tuve la certeza. Era un libro para ella. Entonces se lo regalé, con una pequeña dedicatoria:
“Abuela este libro es para vos, para que te sientas menos sola. Y además, un libro es, para mí, el mejor regalo que uno puede hacer. Y un fragmento: “Ambos estaban intimidados, sin entender qué hacían tan lejos de su juventud en la terraza ajedrezada de una casa de nadie todavía olorosa a flores de cementerio. Por primera vez estaban el uno frente al otro a tan corta distancia, y con bastante tiempo para verse con serenidad después de medio siglo…”
Te quiero mucho.”
Mi abuela disfrutó mucho el libro. Lo leía en el negocio, cuando había poca gente. Me hacía comentarios, parecía contenta con la lectura.
Pero cuando lo terminó, me llamó por teléfono y me dijo: “Querida, no todo es como en los libros. A veces no hay reencuentros posibles.”
2 comentarios:
Si. Mi mamá sabía. Se había despertado la noche en que el abuelo murió, despidiéndose de el a la distancia. Y a mi también me gustaban los autos rojos; y el dulce de membrillo (no el de zapallo).
Supe que sabia, aunque no el momento A mi me gustaba más el de zapallo, que a aprendí a hacer. Con el de membrillo no me llevaba bien en esa época.
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