Un lobo marino quiere llegar a la playa.
Pero elige mal la fecha y es semana santa. No puede, no logra encontrar un lugar solitario en la playa, en su playa.
Sale con dificultad. Parece un lobo joven y sin embargo, viene a morir. No hay dudas.
Perros y personas con cámaras y celulares se agolpan en la orilla cada vez que el animal se asoma entre las olas que rompen, chiquitas, sobre la costa.
El lobo finalmente sale, los dueños gritan, los perros corren. Son perros con nombres pretenciosos que suenan en una playa del sur de Villa Gesell.
Dicen que los lobos marinos se alejan de su manada y van a morir solos a la playa. Como los elefantes, como los pastores alemanes cuando pueden.
¡Alanis!, ¡Roberta!, ¡Genoveva!, ¡Fiona!, ¡Salomón!
El lobo se vuelve sumergir, con dificultad.
Alanis es, de los perros, el único que no claudica, lo huele, lo sigue, lo intuye por la orilla al lobo invisible en el mar.
La dueña de Alanis corre y grita. Pero él no para. No va a parar.
Roberta, Genoveva, Salomón y Fiona se cansan, y corretean en círculos cerca de los médanos.
EL lobo no se ve.
Alanis sin embargo sigue corriendo, pero de repente frena en seco. El lobo está allí. Saca su cuerpo. Dos o tres pescadores se agolpan en torno a él.
Alanis lo huele. El lobo vuelve al mar.
No puede morir. No tiene lugar.
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