martes, 22 de abril de 2014

Sobre las dificultades de morirse

Un lobo marino quiere llegar a la playa. 
Pero elige mal la fecha y es semana santa. No puede, no logra encontrar un lugar solitario en la playa, en su playa.
Sale con dificultad. Parece un lobo joven y sin embargo, viene a morir. No hay dudas.

Perros y personas con cámaras y celulares se agolpan en la orilla cada vez que el animal se asoma entre las olas que rompen, chiquitas, sobre la costa.
El lobo finalmente sale, los dueños gritan, los perros corren. Son perros con nombres pretenciosos que suenan en una playa del sur de Villa Gesell. 

Dicen que los lobos marinos se alejan de su manada y van a morir solos a la playa. Como los elefantes, como los pastores alemanes cuando pueden. 

¡Alanis!, ¡Roberta!, ¡Genoveva!, ¡Fiona!, ¡Salomón!
El lobo se vuelve sumergir, con dificultad. 
Alanis es, de los perros, el único que no claudica, lo huele, lo sigue, lo intuye por la orilla al lobo invisible en el mar.
La dueña de Alanis corre y grita. Pero él no para. No va a parar.
Roberta, Genoveva, Salomón y Fiona se cansan, y corretean en círculos cerca de los médanos.

EL lobo no se ve. 
Alanis sin embargo sigue corriendo, pero de repente frena en seco. El lobo está allí. Saca su cuerpo. Dos o tres pescadores se agolpan en torno a él. 
Alanis lo huele. El lobo vuelve al mar. 
No puede morir. No tiene lugar.








miércoles, 16 de abril de 2014

Volar en canario

“Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados.”
Gabriel García Márquez


Mis abuelos vivían en un cuarto piso. Había un balcón lleno de malvones  que daba a la Av. Belgrano. Mi abuela y yo nos parábamos allí a mirar los autos de colores. A mí me gustaban los rojos.
En una especie de hall distribuidor había un piano de pared. Había también un tocadiscos y mi abuela escuchaba las canciones de la resistencia española, Serrat y Julio Iglesias. Así de versátiles y españoles sus discos. Aunque también había uno de ABBA que a mí me encantaba. Tejía mucho y muy bien, especialmente crochet, y cuando me enseñó a tejer, me hacía destejer cada vez que me equivocaba.

Pero lo mejor para mí era el cuarto que, según decían, había sido de mi papá. La biblioteca era la colección Robin Hood casi completa, superpoblada por Salgari, London,  Twain,  Brontë, entre otros tantos, y Mujercitas, Los muchachos de Jo, Papaíto piernas largas, los libros de mí tía. Había también un juego de madera para aprender la hora que se llamaba: ¿Abuelita, qué hora es?, que yo armaba y desarmaba sin parar.

A la siesta nos tirábamos en la cama, y mientras ella tejía me contaba historias de Corrientes y del Chaco. Y de sus hermanos, que eran muchos.
En esa época yo vivía en la calle Ayacucho. En la esquina con Sarmiento había un bar donde con mi papá íbamos a veces a desayunar. Servían galletitas Bay Biscuit, que me encantaban. A veces venía también un primo mío, más chico, que sembró en mí varias preguntas sobre hijos y hermanos. Cuando le pregunté a mi mamá cómo nacían los chicos, ella me explicó. Si un hombre y una mujer se quieren mucho, si se aman, entonces se casan o se van a vivir juntos y deciden tener hijos. Se ve que me contó lo que yo necesitaba saber, porque no pregunté más.
A veces luego de esos desayunos nos íbamos de visita a la tienda de mis abuelos.

Mi abuela cocinaba el cuscús más rico que probé en mi vida. Trabajaba en su negocio, y en los últimos años se jactaba de haber pasado más de cuarenta años sentada en la misma banqueta atrás del mostrador. Ir a su tienda era una aventura aparte. Los espejos biselados, las perchas de madera laqueada, el fondo con el sastre, los mostradores de madera, la calle Carlos Pellegrini, los árboles de los que caía algodón.

Pero lo mejor, lo mejor  en la casa de mi abuela, era la cocina. El sol, los tazones enormes de café con leche, las tostadas caseras guardadas en la lata, dentro de una bolsita de plástico.
Mientras mi abuelo vivió, tuvo un canario naranja, o tal vez amarillo, con su concerniente jaula de pie. Un Roller auténtico. Mi abuelo lo dejaba suelto muchas veces y el canario no se escapaba.
La vista era extraña, daba a la calle Catamarca y se veían unas terrazas grises con ropa colgada al hollín. Por la ventana de esa cocina entraba ese sol que te aliviaba las penas. Y en esa mesa chupe mi primer mate.
Mi abuelo solía desayunar en un tazón de loza bien grande, de esos que parecen tener tablas, como las polleras, en donde mojaba las tostadas Canale, que eran duras y hacían miguitas. Él nunca tomaba mate.
En general había dulce de zapallo casero y el frasco, enorme, siempre estaba sobre la mesa. Eran lindos los reflejos naranjas en el mantel de hule.

Mi abuelo murió el mismo día que una jirafa del zoológico, que se llamaba Rosita, y que, según recuerdo, fue la primera nacida en cautiverio. Yo adoraba a mi abuelo. Era el año 1975, y yo tenía 6 años recién cumplidos.

La semana pasada tuve que hacer unos trámites. Para estacionar di varias vueltas, porque encontrar lugar, se sabe, es un infierno. Finalmente y con calzador encontré un sitio casi en la esquina de 3 de Febrero y Juramento.
Me llamó la atención un negocio, como una veterinaria que no lo era. Cuando me bajé del auto, no pude evitar entrar. Se trataba de la Asociación Roller Argentina  y ni bien entré, millones  de canarios amarillos, naranjas, blancos y  rojos cantaban juntos y a destiempo. No había ninguno suelto.
Un cartel atrás del señor con pelo muy blanco que atendía me llamó la atención:

El canario tiene que ser alegre y vivaz, si durante el día duerme o esta englobado obsérvelo y hágalo ver por un profesional o quien esté práctico con el manejo de canarios

Me fui corriendo a seguir con mis trámites, pero cuando regresé a buscar el auto, no pude evitar volver a entrar.
El señor me preguntó si me había decidido por alguno. No, dije, mi abuelo tenía, por eso entré a mirar.
Recorrí las jaulas. No cantaban, salvo unos píos aislados. Pero cuando estaba saliendo del local uno bien
amarillo me miró fijo.

Al subirme al auto, la cocina de Belgrano y Catamarca volvió de repente y sin filtros. El canario en la jaula, el canario suelto, volando. Los cuentos, los libros que leí sobre esa mesa. El sol por la ventana. Y una tarde de julio de 1975, al otro día de la muerte de mi abuelo.
Mi abuelo Pancho, cuya cedula de identidad dice “Español nacido en Marruecos”.
Mi abuelo que era 14 años mayor que mi abuela.
Mi abuelo que usaba anteojos negros y tenía un escritorio de madera con 7 cajones.
Ese día, a upa de mi abuela, solas en la cocina ella y yo, hablamos.
Yo estaba tristísima e impresionada por la muerte, era la primera de tantas que no sabía que vendrían, y no entendía como era eso de que teniendo tanto dolor, de pronto me pudiera parecer deliciosa una galletita, o causar risa un dibujo animado en la tele. No entendía.
Ella estaba agotada, y esperaba a mi tía, que estaba de viaje y aún no sabía... ¿O sí?
El canario estaba en la jaula, callado y quieto.

Entonces dije: “qué difícil debe ser para vos la vida, todos los días sin el abuelo, que era el mejor.”
Ella me miró, se cebó un mate, y me contó:
“Si, seguramente lo voy a extrañar. Pero yo nunca estuve enamorada de tu abuelo, me obligaron a casarme con él. Yo estaba enamorada de otro, pero no pudo ser, como no pudo ser tampoco que tocara el piano. Cuando quise aprender piano, me compraron un violín… pero yo no quería tocar el violín. A tu abuelo lo respeté mucho, fue muy bueno conmigo, pero de amor, de amor no puedo hablar.”
La tarde se cerró de golpe, sin sol y sin cuento. Y el canario murió a los pocos días.

Muchos años después leí El amor en los tiempos del cólera, de García Márquez. Ni bien lo terminé, tuve la certeza. Era un libro para ella. Entonces se lo regalé, con una pequeña dedicatoria:
“Abuela este libro es para vos, para que te sientas menos sola. Y además, un libro es, para mí, el mejor regalo que uno puede hacer. Y  un fragmento: “Ambos estaban intimidados, sin entender qué hacían tan lejos de su juventud en la terraza ajedrezada de una casa de nadie todavía olorosa a flores de cementerio. Por primera vez estaban el uno frente al otro a tan corta distancia, y con bastante tiempo para verse con serenidad después de medio siglo…”
Te quiero mucho.”

Mi abuela disfrutó mucho el libro. Lo leía en el negocio, cuando había poca gente. Me hacía comentarios, parecía contenta con la lectura.
Pero cuando lo terminó, me llamó por teléfono y me dijo: “Querida, no todo es como en los libros. A veces no hay reencuentros posibles.”






miércoles, 2 de abril de 2014

Libro, un encuentro

Por Lygia Bojunga Nunes  (Traducción de Susana Allori)

El siguiente texto es la introducción de “Livro um encontro com Lygia Bojunga Nunes”. En este libro la autora reúne textos sobre su relación con la literatura y le ha servido para presentar los resultados de su quehacer literario -de forma dramatizada- en todo Brasil y ahora en la Argentina, en el marco de este Seminario.

Lo que es “LIBRO”

Mí vínculo con el libro fue siempre tan grande, que, ya hace tiempo, tengo ganas de contar lo que libro fue y viene siendo para mí.
Muchas veces, comencé a escribir sobre esto. Pero terminaba siempre parando y pensando que no era ni la hora ni el momento. en 1982, el iBBY (organización internacional del libro infantil y Juvenil) me pidió que escribiera un mensaje para el día internacional del libro infantil.
El mensaje que envié se basó en el deseo que tenia de hablar de mi vínculo con el libro.
El texto se llamó:

Libro: El trueque

Para mí, libro es vida, desde que era muy pequeña los libros me dieron casa y comida.
Fue así: yo jugaba a construir, el libro era ladrillo; de pie, hacía de pared; acostado, hacía de escalón de una escalera; inclinado, encajaba uno en otro y hacia el tejado.
Y cuando la casita estaba lista, yo me exprimía allá dentro para jugar a vivir en el libro. de casa en casa, fui descubriendo el mundo (de tanto mirar las paredes).
Primero mirando los dibujos después descifrando palabras.  Fui creciendo, derrumbé los techos con la cabeza. Pero fui tomando intimidad con las palabras. Y cuando más intimábamos, menos yo me acordaba de arreglar el techo o de construir nuevas casas. 
Todo por causa de una razón, el libro ahora alimentaba mi imaginación.

Todo el día mi imaginación comía, comía y comía; y la panza así de llena, me llevaba a habitar en el mundo entero: iglú, cabaña, palacio, rascacielos, era solo elegir y listo, el libro me daba.

Fue así que despacito, me habitué a ese trueque  tan agradable que - en mi modo de ver las cosas- es el trueque de la propia vida; cuanto más yo buscaba en el libro, él más me daba. Pero como la gente siempre tiene manía de querer más, un día pergeñé agrandar el trueque: comencé a  fabricar ladrillos para que – en algún lugar – una criatura junto a otras pudieran levantar una casa donde quisieran vivir.    

Ahí me di cuenta que, habiendo hablado una página enterita de mi vínculo con el libro, el deseo de hablar de este asunto podía ir a dormir tranquilo. Y se durmió. 
El año pasado, la editorial agir quiso promover una exposición mostrando las publicaciones brasileras y europeas de mis libros. en una de esas charlas sobre cómo y dónde llevar la exposición, alguien sugirió que yo fuese con ella, acompañando a mis personajes.
Para mi espanto, aquel deseo que estaba durmiendo se despertó de pronto y  en seguida dijo: está, yo voy! Y voy a hablar de nuevo de mi vínculo con el libro;  sólo que ahora, para mí, es  hora  de hablar más largo y más directo.
Más… ¿directo? con “directo” yo quería decir: cerquita, juntos. Era la primera vez que  tenía deseo de contar una historia “en vivo”.

Entonces ¿era una conferencia que yo iba a dar? Sin embargo, yo nunca había sentido la más leve inclinación de dar charlas, ¿qué historia era esa, ahora? Por qué el contar la historia de mi vínculo con el libro me estaba motivando tanto así, como para querer salir por ahí? dos motivos se me ocurrieron enseguida. Y sólo me di cuenta de un  tercero (¿tal vez incluso el más imperativo de ellos?) en la noche de la primera presentación del proyecto “LIBRO” . El primero fue el siguiente: como yo vivo muy encerrada (asfixiada, no; encerrada) sentí, de repente, una mezcla de necesidad y curiosidad de salir de la cáscara. Pero salir por un camino genuinamente mío, buscando otra vivencia para mi vocación básica, que es la ser una contadora de historias.

El segundo motivo fue  aquel conocido impulso que cada uno de nosotros tiene de vez en cuando: querer hacer un homenaje a un amigo, y querer entonces reunir unos amigos de ese amigo para aumentar el homenaje. el amigo, en este caso, era el libro. Y la voluntad que yo tenía era ir extendiendo ese homenaje de Brasil para afuera.

A partir del momento que yo empecé a trabajar esa idea, sólo me refería a ella como: el proyecto. Pero la gente tiene que acabar dando nombre a las cosas, y entonces el proyecto pasó a llamarse “LIBRO”. En la hora de anunciar la presentación de “LIBRO”, la pregunta embarazosa empezó de nuevo, y esa vez presionando una definición: ¿“LIBRO” era una conferencia? (¿con cara de historia?), ¿era una historia? (¿con cara de conferencia?) y sin saberme definir con precisión yo acabé saliendo por la tangente:   “LIBRO” es un encuentro conmigo.


Pero cuando yo presenté mi “encuentro” mucha gente dijo que “LIBRO” era teatro: era monólogo. Y fue recién ahí, que me di cuenta de mi tercer motivo: en el pasado, el teatro fue un componente fuerte en esa mezcla que me resultó – componente que dejé a un costado por no tener vocación para la vida teatral. La gente deja esas experiencias fuertes a un costado, pero quedan  marcadas en uno; y los fragmentos de ellas forman un nuevo diseño allá en el fondo de nuestro calidoscopio.  Un calidoscopio que el tiempo va girando. Sólo que en “nuestro” calidoscopio las imágenes giradas -aunque parezca que nunca van a volver- acaban apareciendo de nuevo, porque la gente no deja de ser cada diseño que creó. Sin embargo yo no estaba pensando en nada de eso cuando pedí reflector para mi presentación de “LIBRO”: yo “todavía” no sabía que, en el momento que el reflector se encendía, mi imagen del teatro aparecía otra vez…




Lygia Bojunga Nunes, "Libro, un encuentro", Seminario Placer de leer: Buenos Aires, 2008.