domingo, 30 de marzo de 2014

Lo importante

En el camino a la casa, luego de hacer la compra para el almuerzo, aparece un sapo. Tal vez una rana. La caminata sigue, la casa quedaba lejos y en subida. El sol estaba alto. Debían ser las doce del mediodía. Los caminos entre las sierras son arduos y el calor los hace más difíciles aún. Los chicos se retrasaron en el juego con el sapo, o con la rana.
Las bolsas a los costados del cuerpo pesaban bastante. Yo no cargaba mucho peso pero era como si lo hiciese.
Los chicos y su energía aplastaban aún más la mía y la de los otros que mirábamos y andábamos el camino.

Al costado de la calle de tierra había unas casas de alquiler. Una de ellas tenía una pileta azul celeste cuya guarda hacía recordar las fuentes marroquíes. En la pileta el agua era transparente. Lo que no habían visto durante la estadía que alcanzaba ya diez días eran serpientes. Y eso que les habían dicho que había yararás andando por ahí y que saltaban a los tobillos inesperadamente.
Las bolsas con el Fernet y la coca cola pesaban mucho. Ambas botellas eran de vidrio y golpeaban marcando el paso. Hablamos sobre las botellas de coca cola de vidrio, hace años que no veíamos ese tipo de envase de gaseosas.

Hay cosas que tienen ritmo propio, otras que no. La comida familiar en la casa de veraneo, con el calor que corroe, los chicos que piden salir, pero no se puede hasta que baje el sol o hasta que el cansancio haga el permiso, parecen detener el tiempo, que igual sigue, como suele hacer el tiempo.
Entonces, el tiempo pasa, el permiso llega, los chicos salen.

Un hijo viene y dice que hay una serpiente comiéndose a un sapo. Todos lo miramos como diciéndole que no moleste. Pero él insiste mientras el calor hace que los fideos se peguen y se enfríen. El hijo sigue chillando: una serpiente comiéndose un sapo. La mesa quieta, hasta que me levanto, me lavo las manos, me pongo las ojotas y abro la puerta. Todos se asoman atrás mío.

Ahora son dos hijos, un marido y una amiga que dicen: Una serpiente comiéndose a un sapo.

La serpiente se arrastra en la hendija que hay entre la puerta y el patio.
El sapo tiene medio cuerpo adentro de la boca del animal que se arrastra y cuya piel no es diferente a la cartera de la amiga que llegó en el micro que suele pasar en dos horarios fijos por la entrada del pueblo, en la ruta.
El otro medio cuerpo está afuera de la bocaza de la serpiente y sangra.
Mi marido y yo nos miramos. Entramos a la casa, todos esperan algo.
La serpiente sigue devorando al sapo. Un hijo grita que hagamos algo. El sapo se contorsiona. La serpiente se ensancha. La pata del sapo se estira como desgarrada.

Mi marido empieza a mirar en derredor, tal vez busca algo que arrojarle a la serpiente. O tal vez sólo busque los cigarrillos. Es una costumbre asentada la de fumar después de comer. Y luego el Fernet con cola. Pero está el asunto del sapo, o de la serpiente. O de ambos.
Entonces su mirada se desvía y recorre la habitación que a la vez es cocina y comedor o al revés.
Él encuentra los cigarrillos y  también encuentra el coso ese cuyo nombre no puedo acordarme, ese elemento que se pone en la puerta para que no entre el frío, en el espacio que queda entre la puerta y el piso. Eso es lo que decide un buen objeto para espantar a la serpiente, que suelta al sapo inmediatamente después de recibir el impacto del burlete largo de tela relleno de arena.
El sapo se queda inmóvil en la canaleta que antes nombré como hendija entre la casa y el patio.

El sapo queda afuera, medio muerto, medio comido, destartalado. El Fernet a medio preparar. El hielo que se derrite y el marido que dice que el Fernet así no tiene sentido. La serpiente se empieza a ir, pero vuelve.

Se cierra la puerta y todos se van a la habitación de arriba, la de los chicos y la amiga. Salvo uno de los chicos que se queda en el patio desde donde la visual es mejor. Nadie lo nota. En la habitación el techo es de madera, y en él hacen nido, del lado de afuera, varias avispas. Hay un ventanal con tres cerrojos y un mosquitero medio roto, que un poco sirve pero otro poco no, ya que los bichos parecen ser hábiles a la hora de encontrar el intersticio para entrar. Se asomaron por allí a mirar: la yarará volvió al ataque. Todos miraron con horror. Salvo yo, que bajé a buscar el Fernet de mi marido y el mío propio, porque el calor los iba dejar intomables.

No volví a subir. Guarde los vasos en el congelador. Prefería mirar la escena desde abajo.

La serpiente se escurrió por la canaleta. Yo estaba por abrir la puerta, pero antes me volví para mirar si encontraba mi sombrero de paja ya que el calor de febrero en la sierra es agobiante. Como no lo encontré me volví hacia la puerta y estaba a punto de abrirla cuando todos escuchamos el grito.






domingo, 16 de marzo de 2014

Ezeiza I

Hoy es domingo, pero no llueve. 

Ayer fui a Ezeiza. En general me gustan los aeropuertos, estar allí, su olor, pero en Ezeiza cuando voy a buscar o a llevar a alguien, pasa otra cosa... No es como salir de viaje, no. Me convierto en espectadora de los vaivenes de otros.
Ezeiza de paso siempre me recuerda a un domingo viejo.

El café que pedí es caro pero huele delicioso.Yo no espero ni viajo. Sólo acompaño e imagino que estoy en tránsito. 

Y pienso en la enfermedad, cuando trae y deja ir. 
En las certezas de las últimas visitas. 
En la ilusión de los viajes.
Y en un texto viejo que vuelve a mi cabeza toda vez que tomo un café en Ezeiza. 


    Ezeiza en domingo

El  ritual de las despedidas. Los que esperan, los que llegan. Los que no ven a nadie, pero miran buscando.
Los que están apurados, sorteando el escollo de que nadie los este esperando, como si no les importara, (y tal vez no les importe). 
Los chicos que llegan solos ante la incomodidad de la azafata con el handy en la mano, buscando quien la libere...

Los carteles. 
Los abrazos. 
Los que esconden amor, los que lo muestran. 
Los amigos.
Los que tratan de esconder dolor, pero no pueden, porque el dolor se derrama entre el plástico de las valijas amorcilladas y el olor a avión.

Ezeiza, domingo, llueve.

(Buenos Aires,  2004)


miércoles, 5 de marzo de 2014

Y sin embargo

Llegar a Tigre se me hace largo.
La parte del auto es rápida, pero la lancha, la lancha son dos horas.
En el camino largo que baja y me pierde, cuento las veces.
¿Cuántas?  En cuarenta y tres años, casi cuarenta y cuatro.
Hago listas.

Desde que tenía un año y medio,
la misma casa, que no es la misma.
El mismo río, que tampoco.

La vida en el medio.
Uno que otro encuentro.
Algunas muertes. Varias ausencias.
Y muchos desencuentros.

Tigre es el verde cuando se moja,
el póster de “el tiempo es tuyo” con el campanario sin agujas.
Es el dormir profundo,
Un sabor, algunos olores.
Es la demora instalada en los muelles.

Es una caja enorme que se abre
y sobre todo, es una ventana. La mía.
Una ventana por la que miré tanto todo,
Y que ahora, ahora solo puedo sacarle una foto, desde afuera.

Un lugar que es mi lugar, y sin embargo no.