martes, 10 de junio de 2014

Veinte años

Respirar, caminar por Corrientes.
Cenar en Las cuartetas con una amiga y un desconocido que me regaló un anillo que aún conservo. No poder volver a casa. A ninguna casa.
La noche del jueves se hacía interminable y yo caminaba la ciudad, no podía estar quieta en ningún lado. La calle y su otoño crecido me sostenían en ese derrotero.
Hasta que lo decido y me vuelvo para la casa de la calle Suipacha.  La 1 de la mañana y yo sin la llave. Me vuelvo a buscarla, la agarro y sigo.
La llave con el llavero que era un yunque pequeño y de bronce. La llave de la casa de mi mamá (y de mi papá y de mi hermana también).

Entro. En el living estaba sentada mi abuela dormitando. Mi papá cerraba los ojos al lado de mi mamá que desde el lunes no había vuelto a hablar. Y que ya sabíamos que no iba a volver. Y mi tía que siempre estaba y salvaba… Ese último lunes, por la mañana, mi mamá dijo en un momento: “basta, no aguanto más”.

Y los calmantes, y el silencio.
Y el cuerpo y las enfermeras.
Y  alimentarse por un dedo con una máquina.
Y el perro que no se movía de la puerta del cuarto.
Y yo despierta en la cocina, aunque yendo y viniendo.

Hasta que se hicieron las 6 y mi papá bajó. Yo subí  y me recosté al lado del cuerpo de mi mamá. La abrace, tomé sus manos, le acaricié la cara y recordé otro abrazo, unos dias antes, cuando la había ayudado a acostarse:
“Ay, me alzaste como a un bebé”, me dijo.

Y los últimos suspiros, tomada de mi mano, de la mano de mi papá, con mi tía, con mi tío, todos sosteniéndola.
Ese tema de extrañar las manos. No me prestás tu mano en esta noche de lechuzas roncas, escribió Cortázar.
(Eso que llamo suspiros fueron unas respiraciones ahogadas, duras, pesadas y finales.)

Casi daban las 8. Fui a despertar a mi hermana para que se despidiera. Tenía 16 años y sufría en silencio.
Una hora después llegó mi bobe, antes de que la buscáramos, que era el plan. Se tiró sobre mi madre y la abrazó llorando. Hasta que mi tía le dijo que ya estaba, que la dejara ir, y la tapamos con una sábana. 

Era viernes. Era 10 de Junio. Todo se sucedió en ese momento: velatorio, mortaja, entierro en tierra. Los sefaradíes y sus ritos. Los sábados no se puede nada y nadie quería esperar hasta el domingo.

Y la tremenda exactitud de quién sabe: mi mamá había dicho: “En quince días yo voy a estar bien”. Y yo le dije a mi viejo: en quince días se muere. 

Llegar a mi casa. Abrazar a mi hijo de 3 años.
Buscarle el cuento a la muerte. Encontrarlo. Como si el ruido pudiera molestar, de Roldan.
Y que al terminar mi hijito pregunte si se murió la abuela.

Volver de la muerte de una madre.

Volver y que de pronto, hayan pasado 20 años.




"Mamá 
es tantas cosas… 
esconde universos"

Mariana Ruíz Johnson.



3 comentarios:

Clau Zelesnak dijo...

Aunque duela, aunque entristece, a pesar de haber estado lejos, lejísimos de todos y de todo, creo que en ese momento comencé a reencontrarme.

Anónimo dijo...

Creo que la muerte nos hace reencontranos, irnos y volver, el ausente que siempre esta, que no dejamos ir.
Duele, a pesar del tiempo.

María dijo...

Volver de donde uno nunca se fue.