“nos miran como se mira a quien no se comprende del todo, nos
compadecen, pero también pareciera que hay un poco de extraña admiración. Algo
así como lo que se debe sentir por los que van a una guerra perdida de
antemano.”
Rosario Bléfari
Lo que más miedo me da cuando
salgo en estos días es ir al baño. Especialmente porque las salidas son puras
jodas: hospitales, clínicas,
consultorios. Divino. Encima son baños chicos, de compartimentos que, entre la
campera, las bolsas de los análisis de mi viejo, y la cartera, se hace
imposible no tocar nada. Cuando vuelvo a mi casa más o menos que me tengo que
bañar en alcohol. Y encima todo con barbijo, muerta de calor.
Mi viejo estuvo con taquicardia
todo el domingo. Les pareció que el problema era el marcapasos así que hoy a la
tarde fuimos a que le saquen uno de los cables.
La sala espera estaba llena de
gente con distintos modelos de barbijos. Igual nadie supera al de mi viejo que
parece un huevo frito. Tiene un centro amarillo fuerte que supuestamente lo
ayuda a respirar mejor. Yo siempre entro buscando un lugar cercano a un enchufe
porque mi celular es más bien un teléfono fijo. Como me estaba haciendo pis, lo
dejé a mi viejo esperando (Le habían dicho que una hora se quedara para que lo volvieran
a controlar) y me lance a la aventura del baño.
En el Instituto Cardiovascular,
los baños que están limpios son en el segundo piso. Los otros son de esos
individuales a los que no voy ni loca porque son un asco.
Cuando por fin logré llegar,
después de las colas para el ascensor y la cola para el baño mismo, entré y
empecé a organizarme para poder mear: colgar la campera, el bolso, todo
intentando levitar sin tocar nada. Fue en ese momento cuando sonó mi celular,
que antes de apagarse me dio tiempo a leer: “Negra, se murió Rosario. Estoy
destruida”. Después se apagó.
En el cubículo de al lado alguien
lloraba con ruido y congoja. Eso fue demasiado, me contagió.
-¿Necesitás algo?
-No, nada. Se murió una amiga.
-Ay que triste. ¿Estaba acá hace
mucho o fue repentino? - pregunté todavía sin hacer ni una gota.
-No la conocía- dijo la voz desde
el inodoro de al lado.
-Entonces lloremos juntas. A mí
también se me murió alguien querido que casi no conocía.
-¿Rosario?
Di un saltito.
-¿Cómo sabés? Yo me acabo de
enterar, literal. Me dejó muda. Y encima Silvia debe estar desesperada. Se me
apagó el teléfono y no le pude responder. Un poco de nuestra vida se muere con
ella.
- Ay, no me lo creo. Yo iba al
Bolivia siempre.
-Nosotras también. Éramos del
grupo habitué. Nos debemos haber cruzado.
-Ame Silvia Prieto. Que tristeza.
-Tremendo. Yo, la verdad, es que
no vi Silvia Prieto ni ninguna otra de
sus películas. Pero sus poemas. Los amaba. Y su música, claro.
Las dos llorábamos como marranas.
Yo ya me había olvidado del Covid y
había bajado la tapa del inodoro para sentarme.
-¿Vos la conocías?
-Me la crucé en varios
cumpleaños-respondí-, pero no es eso. Es
Suarez, es Antes del río. Es el
libro que estaba por salir. Es… son sus palabras. Hay un poema que me lo sé casi
de memoria, especialmente una parte, que me mata. Se llama Pasar el invierno. ¿Lo leíste?
“Cuando una impresión es así de fuerte queda refulgiendo sola durante
días y la sensación se vuelve a vivir completa, acompañada de algo que sucede
en la boca del estómago, incluso de taquicardia”
Cuando dije taquicardia, pensé en
mi viejo ahí afuera, esperándome.
-Me tengo que ir. Mi papá está
afuera. ¿Podés creer que me terminé el papel higiénico? ¿Tendrás carilinas?
-Sí, tomá. (Me las pasó por
debajo de la mampara que separaba nuestros inodoros)
Salí, me mojé la cara, me lavé
las manos cantando Viento helado. Mi
compañera de duelo me hacía la segunda voz desde su cubículo.
“A veces creo que es preciso conocer
Lo que se pierde en una tarde
Lo que se gana de una vez
Lo que se gana de una vez”
Nunca le vi la cara.
Buenos Aires, 7/7/2020